Fui a ver El despertar de la escritura femenina en lengua castellana: una experiencia agridulce. La visita empezó mal, se habían agotado los folletos y esperaban que, en los próximos días, «llegarán más»: un éxito de público, al parecer, imprevisto. La exposición, comisariada por Clara Janés, está en el sótano, incluida en la presentación general de la historia del libro y de la propia Biblioteca Nacional y apenas señalizada. En la penumbra -necesaria para la conservación de lo expuesto-, hay que dejarse los ojos para leer las pequeñas cartelas que explican algo de las viejas ediciones ilustradas. Otra opción es pegarse de pie (el cordón del auricular no da para más) a la pantalla que emite un pequeño documental divulgativo. ¿Por qué esa desatención tan habitual cuando se tratan temas femeninos? Con pocos medios y presupuesto y, por tanto, con escasa profundidad, los temas se queman como para no tener que cubrir el expediente durante al menos otro decenio más. Como si las aportaciones de las mujeres a la cultura fueran «otra cosa», distinta y segregada de la Historia de la cultura, la literatura o el arte «universal», construida por varones, del mismo género que el que se ha encargado secularmente en sepultar y ocultar el legado de las mujeres. Como si todavía se tuviera que pedir permiso, o aprovechar el 8 de marzo para hacer un hueco a la cultura en femenino.
Aunque conocemos escritoras antes de la imprenta, ligadas a las órdenes monásticas, es al comienzo del siglo XVI cuando comienzan a ver sus obras publicadas: desde Isabel de Villena, que escribe en latín y en valenciano, a Florencia Pinar y Luisa Sigea, docta en filosofía, oratoria y poesía, que dominó el latín, griego, hebreo y caldeo. Un capítulo completo es dedicado a Teresa de Ávila y el Carmelo. Y durante el Siglo de Oro descubrimos a toda una pléyade de mujeres de procedencias humilde y noble que prefirieron los claustros y la soltería para dedicarse al conocimiento y las letras: desde Sor María de la Antigua a Aldonza de Aragón y Gurrea, Susana Vengoechea, Luisa de Aguilera, Hipólita de Narváez o Cristobalina Fernández de Alarcón, que ganó numerosos certámenes literarios, lo que le trajo la antipatía y la envidia de Góngora y Quevedo, pero también la admiración de Lope. Hubo también autoras de teatro, como Ana Caro. Entre todas ellas, se destaca a la novelista María de Zayas, que tuvo que ocultar su identidad, y a la gran poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, acosada por la Inquisición y que terminó repudiada, cuidando leprosos. Ambas defensoras a ultranza del derecho de las mujeres a la educación.
Pero, según nos cuenta Teresa Constenla en EL PAÍS («Leer era cosa de hombres»), hasta 1837 la Biblioteca Nacional, fundada en 1713, no aceptó lectoras. El cambio se produjo también gracias a dos mujeres. A la reclamación de Antonia Gutiérrez (Madrid, 1781-1874), que dos años antes había publicado el primer volumen del Diccionario histórico y biográfico de mugeres (sic) célebres. Y a la decidida voluntad de la reina María Cristina que, a pesar de las objeciones del entonces director de la BN José María Patiño, dispone «el aumento del gasto que sea indispensable», ya que durante algún tiempo las mujeres disfrutaron de la Biblioteca en salas segregadas. Se cambiaba así para la mitad de la población «conventos por bibliotecas donde instruirse». A comienzos del siglo XX, ingresó la primera bibliotecaria: Ángela García Rivas. En 1990, la Biblioteca Nacional tuvo por primera vez una directora, Alicia Girón.