Vuelvo al tema de las necrológicas, hoy con otro enfoque. Hace unos días, me entero por La Vanguardia del fallecimiento de la escultora Ana Jiménez, cuya noticia ha tenido bastante eco en los medios vallisoletanos, allí donde transcurrió toda su vida, pero apenas en medios especializados. En realidad, cada vez que leo en estas revistas de arte la nota de un fallecimiento, a no ser que el personaje sea muy conocid@ o bien, alguien muy próxim@ a la redacción del medio, me deja congelada la ostensible desafección de la comunidad artística y la frialdad del obituario, que normalmente apenas pasa de la mera mención. Como si nos avergonzáramos de ell@s, como si lo principal fuera recordar su no-lugar en el ranking de los elegidos, anteponiendo la vara justiciera de la crítica antes que la despedida, respetuosa y cálida, de un@ de los nuestr@s. Como si la suerte que ha corrido la consideración de su obra mientras vivía y sobre todo, la cosechada en los últimos años, fuera definitiva, de aquí a la eternidad.
Sin embargo, como sabemos (por ejemplo, ver F. Kermode, Formas de atención), el reconocimiento de la obra de los artistas puede variar mucho de un periodo histórico a otro. Incluso, afortunadamente, en muy poco tiempo. El esfuerzo de diversos agentes en destacar la importancia de Patricia Gadea (1960-2006), por fin, va a fructificar en la retrospectiva que le dedicará en unos meses el Museo Reina Sofía. Tampoco pierdo la esperanza en que la reivindicación que se hizo de Pilar Lara (1940-2006), mostrando un pequeño conjunto de sus cajas hace unos meses en Masquelibros 2013, no llegue a concretar una muestra más amplia de su obra, resaltando el lugar que merece su trabajo sobre la memoria de la sumisión de las mujeres durante el franquismo.
Precisamente son las artistas que se formaron durante la dictadura las más olvidadas. Mientras las modernas siguen siendo recuperadas y también se comienza a investigar sobre las artistas en España a partir de la década de los setenta, el olvido se cierne implacable sobre estas, quizás las que se enfrentaron a las más permanentes adversidades para desarrollar su obra, durante ese largo periodo en que la mujer debía quedarse en casa, con la pata quebrada.
La escultora Ana Jiménez (1926-2013) logró sobrevivir a aquella época e incluso seguir renovando su lenguaje formal y sus preocupaciones hasta el final, cuando planteaba piezas contra la violencia de género. Profesora de Modelado en la Escuela de Artes y Oficios en Valladolid, en 1998 llegó a crear una Fundación para ayudar a los más jóvenes. Medalla de Escultura en la exposición nacional de Bellas Artes de Madrid en 1957, obtiene el primer Premio de Pintura del Ministerio de Información y Turismo en 1963 y un año después el Premio Nacional de Escultura de Valladolid. Fue la única mujer que en 29 años de los Premios Castilla y León de las Artes había sido reconocida con este galardón.
Ana Jiménez, La bola del mundo, 1996
Y las figuras de mujeres fueron centrando el protagonismo en su producción. Entre sus últimas obras públicas, destaca La bola del mundo en el céntrico Parque Ribera de Castilla en Valladolid, y en 2006 sus Mujeres de Mali, grupo característico de su último estilo: “En un primer momento, no dude en realizar obras en piedra o madera, disfrutando con cinceles y gubias. A estas alturas de mi vida –declaraba hace unos años-, he ido pasando a materiales más ligeros, plásticos, alambres, cartones etc., pero en todos ellos he descubierto otro encanto, otro discurso, es como si dijeras lo mismo en otro idioma”.