Quousque tandem!
Sobre el espacio público y las mujeres
Marián López Fdz. Cao
Llego a una ciudad a dar una conferencia. Esta anécdota que quiero compartir podría sucederle a una mujer cualquiera en un lugar cualquiera. En este caso, Alicante. Vengo a hablar en un fantástico ciclo sobre el papel de las mujeres en la primera guerra mundial, sobre mi querida y magnífica Käthe Kollwitz. Disfruto del recorrido del tren Madrid-Alicante, enfrascada y emocionada de la nueva conexión que he encontrado –y la historia escamotea– sobre su vinculación con el movimiento de mujeres por la paz y la libertad que el 28 de abril de 1915 logró reunir en La Haya a más de 1500 mujeres de lugares enfrentados como Alemania, Gran Bretaña, Francia, Austria o Estados Unidos, dispuestas a movilizarse en contra de una guerra que se sabía cruel.
Llego sobre las dos a un hotel en el puerto. Dejo mis cosas en la habitación y salgo a comer no demasiado lejos. Le pregunto a los taxistas que esperan en la puerta dónde puedo picar algo. Quiero despejarme, dar un paseo, hacer un par de llamadas pendientes, comer algo ligero y rico, y volverme al hotel para descansar un poco y afinar la conferencia.
Encuentro, entre las calles cercanas, un pequeño sitio agradable, con tapas de pescadito y atún y decido apostarme en una pequeña mesa pegada a una ventana que da a la calle y en cuyo alfeizar exterior varios jóvenes apoyan la caña mientras se echan un cigarro: mientras el camarero me va trayendo las tapas que le he pedido, leo las últimas noticias de política en mi móvil, hablo un buen rato por teléfono, miro whatsapps… hasta que me doy cuenta, a través de esa visión periférica que las mujeres utilizamos creo que con bastante más frecuencia que los hombres, que un hombre me mira desde la barra con todo el descaro, sin ambages. Una señal de alerta se pone instintivamente en acción en mi interior. De repente salgo de mí y ahora estoy al tanto de que algo inesperado sucede y a lo que debo prestar cierta atención. Supongo que, como en los animales, el mecanismo de sobrevivencia se activa. Ahora todo cambia, se acabó el disfrute y el sentir que el espacio era mío: sigo leyendo el periódico, como, bebo, pido un café, las mismas cosas…, pero estoy pendiente. El hombre desaparece. Mi alivio dura el instante que pasa hasta que lo veo situarse justo a mi lado, tras la ventana, por fuera. Me mira de nuevo con una mirada que me resulta insolente e intimidante. Ahora, me preocupo bastante más. No ha llegado el mensaje de no correspondencia. Ahí está, arrogante, a menos de 40 cms. Decido dejar pasar un rato, fingir que no soy consciente y leer alguna noticia más, mostrar mi displicencia. Finamente, pago en la barra, salgo con tranquilidad, pero ya todos los mecanismos de alerta están activados. He repasado mentalmente mis posibilidades: sé donde está, recuerdo el camino de vuelta y busco la plaza más bulliciosa para atravesar camino al hotel. Intento, mientras paseo fingiendo estar despreocupada y segura de mí misma –soy una señora mayor– saber si me sigue o no, si estoy a salvo. Llego al hotel que siento como mi casa y cuando estoy en el pasillo antes de llegar al ascensor, me vuelvo hacia atrás para comprobar que nadie me sigue. Un señor despistado se sorprende de que le mire. Llego a la habitación del hotel. Cierro la puerta aliviada tras de mi. Casa.
Esta anécdota me despierta todos los incidentes por los que he tenido que pasar, una y otra vez, por tener un cuerpo de mujer: las llaves entre las manos a modo de arma defensiva al volver a casa de madrugada, el día cuando estudiaba en Berlín, en el que un desconocido me siguió por toda la ciudad en una carrera angustiosa hacia ningún lugar, cambiando una y otra vez de metro, convencida de que no podía ir a casa y que supiera donde vivía, hasta que finalmente conseguí que su rostro se perdiera ante unas puertas de tren que se cerraban entre él y yo, permaneciendo una semana aterrorizada mirando por la ventana por si había descubierto donde vivía… otro hombre que me miraba tanto que me tuve que encarar con él… por no contar las de niña, adolescente… Cuando cumplí los cuarenta sentí un gran alivio. Aquel mágico momento en que sentí que el espacio público era un poco más mío y el acoso, las miradas, los gestos y las palabras desaparecían. Recuerdo que lo viví como una liberación y una conquista del espacio… no para las mujeres jóvenes, pero sí para mí. Comenzaba por fin la invisibilidad, término con el que acuñé esa maravillosa etapa donde te respetan o, si no te respetan, parece que no te ven. Y dejan que vivas tu vida. Que es lo que una quiere: vivir su vida.
Que a estas alturas me pueda volver a suceder este tipo de incidentes me llena de coraje, rabia y enfado. Me resulta absurdo, injusto, irritante. Trato de ponerme en esa situación del sujeto que se siente con derecho de agredir al otro con su postura, sus gestos, hasta el punto de echarlo del espacio compartido.