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Me había propuesto no escribir sobre Renoir: estoy entre aquell@s que defienden que al pintor Pierre-Auguste Renoir (Limoges, 1841-Cargnes-sur-Mer, 1919) habría que sacarlo del canon: «Renoir sucks at painting» («Renoir apesta pintando»), y que ha dado lugar diversas iniciativas, entre ellas, manifestaciones ante museos, una cuenta en twitter @RenoirSucks y una divertida secuela en instagram.

Sin embargo, por azar, he recorrido las dos exposiciones que ahora se celebran del pintor simultáneamente en Madrid, en el Museo Thyssen, y en Barcelona, en la Fundación Mapfre. A pesar de la incomodidad -me repugna su paleta y su pincelada arrastrada y relamida, eso que otros denominan la cualidad háptica de la factura de sus telas-, dediqué tiempo suficiente como para confirmar que Renoir, al que rechacé desde la adolescencia, es mucho peor pintor de lo que suponía: de esos que, con paso del tiempo, solo van a peor. A pesar del planteamiento temático en ambas exposiciones, basta con fijarse en las fechas de sus variaciones estilísticas para comprobar su falta de comprensión ante las aportaciones de Cézanne, su complacencia comercial ante el éxito de sus retratos naif y cómo, en definitiva, Renoir fue un pintor retardatario en su última etapa. A lo sumo, salvaría sus esculturas, hacia lo informe, que realizó con la ayuda de Richard Guino, discípulo de Maillol.

 

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Es sabido, por sus declaraciones, que Renoir fue tan misógino como Edvard Munch. Pero al margen de lo que dijera, es repulsivo contemplar las mujeres y niñas con manos sesgadas como muñones, incapacitadas para hacer nada, salvo ser contempladas. Da igual que, en ocasiones, aparenten leer o tocar música, a esas manos abocetadas les faltan (o les sobran) dedos, capacidad prensil y cualquier atisbo de habilidad y de carácter. Y a poco que se observen sus retratos, se evidencia la descoordinación corporal: si excepcionalmente aparecen de cuerpo entero, resultan lisiadas, sin pies ni columna capaces de sostenerlas. Todas las vestidas, sin excepción, son solo caras «bonitas» sobre un maniquí de ropa ajena. Incluso las vírgenes de la imaginería que desfila en las procesiones -un montaje de caras y manos sobre un armazón- tienen más expresividad. Renoir es el pintor de la representación de la mujer como «ángel del hogar», precisamente cuando las mujeres coetáneas arreciaban en la calle con sus reivindicaciones y manifestaciones.

 

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La historiografía feminista contra Renoir es abundante. Desde Tamar Garb, Renoir and the Natural Woman (Oxford Art Journal 8, no 2., 1985) y Griselda Pollock en Vision and Difference (1988), l@s detractor@s se han multiplicado. Por eso es interesante distinguir la posición de cada una de las instituciones que han convertido a Renoir en protagonista de este comienzo de temporada treinta año después, en el curso expositivo 2016-2017.

Mientras que la Fundación Mapfre desde el propio título «Renoir entre mujeres» insiste en la retórica de «la mujer» como «el motivo de inspiración» del pintor y desgrana las distintas interpretaciones de su ideal femenino: la ninfa sensual, la joven risueña, la madre cálida, la parisina sofisticada, la mujer culta, la modelo fascinante, la muchacha reflexiva pero también el desnudo impecable y el retrato elegante» -una enumeración tan cursi que produce repulsión sólo leerla-. En cambio, el Museo Thyssen, al hilo de su exposición «Renoir: intimidad», sin obviar la revisión historiográfica, ha decidido plantear un curso bajo el título «¿Ángeles del hogar? Lo femenino y las imágenes de la intimidad, de Renoir a las corrientes de vanguardia», encargado a Patricia Mayayo, bien conocida por su Historia del arte, historia de mujeres. Es decir, abordando directamente la polémica desde una perspectiva de género.

 

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