Estoy de acuerdo con las declaraciones de Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, que publica hoy EL PAÍS (20/10/2012) cuando dice que «esta recesión tendrá consecuencias irreversibles para el sistema del arte español» y que «no vale decir que ya construiremos las colecciones cuando la situación mejore». También cuando explica que «una colección no es una mera acumulación de objetos o documentos, sino una forma de conocernos y entender el mundo. La colección de un museo constituye la memoria colectiva de un país» y alerta del «riesgo de amnesia», porque «los huecos en una colección constituyen una especie de vacío en nuestra historia». Son los argumentos que, desde la consciencia de la omisión de representación de la mitad de la ciudadanía, venimos repitiendo para reclamar más visibilidad y adquisición de obras de artistas mujeres en nuestros museos.
Cuando denunciamos las escasas adquisiciones de obras de artistas mujeres, desde los departamentos de conservación de los museos cuyo patrimonio abarca un arco temporal anterior a 1960 se justifican alegando la falta de oportunidades, ya que «a menudo las adquisiciones se hacen al hilo de la preparación de nuevas exposiciones». Sorprende, entonces, que la preparación de la importante retrospectiva de María Blanchard no haya impulsado ni una sola adquisición desde 2010 en el Museo Reina Sofía, cuando todavía se podía.
Ocho pinturas (alguna, solo abocetada), tres pasteles y un dibujo a carboncillo es todo lo que pertenece al museo nacional de arte contemporáneo. Escandaliza la comparativa con los centenares y decenas de obras que este museo posee de sus coetáneos: Picasso, Miró, Juan Gris, etc.. Para cuando se pueda, con la contribución del erario público de todos y con la generosa y necesaria aportación de mecenas coleccionistas, por resaltar las carencias más notorias, de Blanchard faltaría al menos algunas obras representativas de los momentos pletóricos de su producción, por ejemplo, de la serie cubista en azules en torno a 1917-1918.
María Blanchard, Bodegón, 1917-1918. Colección particular
Y también de la paleta clara, en su adhesión junto al resto de sus coetáneos hacia la vuelta a la figuración, entre 1920 y 1925, cuando pinta un repertorio de niños (como La golosa, El niño del helado y La niña de la escalera) y otros personajes que leen y escriben.
María Blanchard, L’ecolier ecrivant, 1920. RMN Grand Palais
En estas series, como en buena parte de la producción de Blanchard, no hay rastro de melancolía o tristeza, supuesta expresión del dolor sufrido por su deformación física, tópico repetido por la crítica en estos días. Una crítica, al parecer, ciega ante la evidencia del rigor y el vigor característicos en su creación, repleta de registros y que se crecía ante cada nueva etapa que iba imponiendo la cambiante pintura en aquella época. Lo que sí supieron ver sus compañeros de generación, artistas, críticos, marchantes y coleccionistas que reconocieron, como recuerda Griselda Pollock, que Blanchard trastocaba las categorías «femeninas» esperables en una pintora, a pesar de que su cubismo sintético estuviera poblado de inscripciones decorativistas (bordados, flores de papeles pintados) y sus telas figurativas se centren casi exclusivamente en la representación de la vida de las mujeres, que se encaran con los espectadores. Sus maternidades orgullosas y satisfechas siguen plantadas ante los mojigatos de hoy.
María Blanchard, Madre y niño – Maternidad, 1925. Colección particular